Que las calles se llenen de libros, que los libros se posen como palomas sobre aceras y jardines, que aniden en portales y cafeterías, en paradas de autobús, en andenes de metro. Que se conviertan en algo tan cotidiano como el semáforo o el café de media mañana.
Que su presencia no se limite a las ferias o a los domingos de cromos, tebeos y tortugas.
Que la librería se convierta en un lugar de visita acostumbrada y que el librero vuelva a ser ese consejero y asesor al que acudamos a pedir recetas para curar nuestra sed de lectura.
Que nuestras manos se habitúen al contacto del libro como se acostumbraron a la cuchara y al lapicero, al móvil y al mando a distancia.
Que no entendamos la vida sin la lectura y que un día sin leer nos moleste físicamente como un día sin comer.
Que llevemos en nuestras carpetas la foto de la escritora y del escritor que nos fascina. Que se entreviste a cada escritor y cada escritora famosos para conocer sus impresiones después de una presentación. Que los ganadores de los grandes premios literarios sean portada en los periódicos y noticia de actualidad en las televisiones.
Que las calles se llenen de libros. Que los hogares se llenen de libros. Que compartamos lectura en casa, en el campo, en el bar, en el transporte público.
Y si la pandemia nos obliga a un nuevo confinamiento, que compartamos lectura en el balcón.